lunes, 20 de enero de 2014

Horizontes



"¿Qué más quería? Tres petisos, de los cuales uno chúcaro que podía reservarme una mala sorpresa, es cierto; recado completo con su juego de riendas y bozal, su manea, lonjas y tientos; ropa para mudarme en caso de mojadura y buen poncho que es cobija, abrigo e impermeable. Con menos avíos, a la verdad, suele salir un resero hecho.
Concluido aquel recuento, al tiempo que anudaba las alzaprimas de mis espuelas, me incorporé satisfecho, echando, no sin tristeza, una mirada a mi cuartito y al catre, que quedaba desnudo y lamentable como una oveja cuereada. Adiós vida de estancia, ya veríamos lo que nos reservaban los caminos y el campo sin huellas.
Con las dos mudas envueltas en el poncho, puesto en la cintura, salí andando de a pedacitos hasta afuera, y me detuve un rato, porque la noche suele ser traicionera y no hay que andar llevándosela por delante.
Respiré hondamente el aliento de los campos dormidos. Era una oscuridad serena, alegrada de luminares lucientes como chispas de un fuego ruidoso. Al dejar que entrara en mí aquel silencio, me sentí más fuerte y más grande.
A lo lejos oí tintinear un cencerro. Alguno andaría agarrando caballo o juntando la tropilla. Los novillos no daban aún señales de su vida tosca, pero yo sentía por el olor la presencia de sus quinientos cuerpos groseros.
De pronto oí correr unos caballos; un cencerro agitó sus notas con precipitación de gotera. Aquellos sonidos se expandían en el sereno matinal como ondas en la piel soñolienta del agua al golpe de algún cascote. Perdido en la noche, cantó un gallo, despertando la simpatía de unos teros. Solitarias expresiones de vida diurna que amplificaban la inmensidad del mundo.
En el corral agarré mi petiso, algo inquieto por el inusitado correr de sus compañeros libres. Al ponerle el bozal sentí su frente mojada de rocío. Sobre el suelo húmedo oí rascar las espuelas de Goyo, que andaba buscando alguna prenda.
-Güen día.
-¿Se te ha perdido algo?
-Ahá, el arriador.
-¿Cuál?
-El cabo'e plata.
-Está en el cuarto contra el baúl.
-Vi'a alzarlo.
-¿No matiamos?
-Aurita.
Mientras Goyo buscaba su arriador, ensillé chiflando mi petiso, que dormitaba, gachas las orejas, resoplando a intervalos con disgusto.
Cuando entré a la cocina estaban ya acompañando a Goyo, Pedro Barrales y Don Segundo.
-Güenos días.
-Güenos días.
Horacio entró descoyuntándose a desperezos.
-Te vah'a quebrar -rió Goyo.
-¿Quebrar?... Ni una arruguita le vi'a dejar al cuerpo.
Silencioso, Valerio traspuso el umbral, dirigiéndose a un rincón, donde en cuclillas se calzó un brillante par de lloronas de plata. Después rodeamos el fogón, y el mate comenzó a hacer sus visitas.
Cada cual vivía para sí y mi alegría de pronto se hizo grave, contenida. Un extraño nos hubiese creído apesadumbrados por una desgracia.
No pudiendo hablar, observé.
Todos me parecían más grandes, más robustos, y en sus ojos se adivinaban los caminos del mañana. De peones de estancia habían pasado a ser hombres de pampa. Tenían alma de reseros, que es tener alma de horizonte."

Fragmento de Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes.