viernes, 28 de febrero de 2014

Amistad II

"Había oscurecido. Nos volvimos despacio, callados. A lo lejos divisamos la pequeña arboleda del puesto. Pero estaba todavía tan lejos, que bien podía ser engaño. Teníamos que cruzar un juncal tendido. Entramos en él. De pronto, y gracias a Dios, vi cerca un bulto oscuro. Digo gracias a Dios, porque el verlo me salvó de algo peor que lo que había de sucederme. El toro, medio enredado en los juncales, me miraba. Yo también lo miraba a él. ¿Era el barroso que me había corneado el bayo? No concluía de reconocerlo cuando me atropelló. Había arrancado con tanta violencia que apenas logré evitar el bote. Me pareció, sin embargo, que por segunda vez me tocaba el caballo. ¡Dios me perdone! Me agarró una de esas rabias que le nublan al hombre el entendimiento. Abrí el caballo hasta un claro, entre los juncos, porque no hay que entrar así ofuscado en la lucha.
-Fíjese si me ha corniao -pregunté al rubio.
-Una nadita. A gatas le ha alborotao el pelo. Debe haberlo tocao con el costao del aspa. ¿Qué va hacer? -me preguntó viéndome armar el lazo.
-Quebrarlo -contesté.
Aunque fuera temeridad mi intento y él tuviera cierta responsabilidad con el dueño de la hacienda, no me dijo nada. Un hombre en la pampa sabe mirar a otro hombre y comprende lo irreparable de ciertas decisiones.
Por mi parte, la rabia se había asentado en mí, tomando cuerpo de una resolución decidida de ir hasta el fin. Me había propuesto quebrarlo al toro y lo quebraría.
Patrocinio armaba también su lazo. ¡Lindo! En la voluntad de matar que ya estaba en nosotros, nacía el sentimiento de una amistad fuerte. Dos hombres suelen salir de un peligro tuteándose, como una pareja después del abrazo."

Fragmento de Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes.

sábado, 15 de febrero de 2014

Padrinazgos


"El muchacho salió. Habían comido sin luz en la mesa y el viejo se quitó los pantalones y se fue a la cama a oscuras. Enrolló los pantalones para hacer una almohada, poniendo el periódico dentro de ellos. Se envolvió en la frazada y durmió sobre los otros periódicos viejos que cubrían los muelles de la cama.
Se quedó dormido enseguida y soñó con África, en la época en que era un muchacho, y con largas playas doradas y las playas blancas, tan blancas que lastimaban los ojos, y los altos promontorios y las grandes montañas pardas. Vivía entonces todas las noches a lo largo de aquella costa y en sus sueños sentía el rugido de las olas contra la rompiente y veía venir a través de ellas los botes de los nativos. Sentía el olor a brea y estopa de la cubierta mientras dormía y sentía el olor de África que la brisa de tierra traía por la mañana.
Generalmente, cuando olía la brisa de tierra despertaba y se vestía y se iba a despertar al muchacho. Pero esa noche el olor de la brisa de tierra vino muy temprano y él sabía que era demasiado temprano en su sueño y siguió soñando para ver los blancos picos de las islas que se levantaban del mar y luego soñó con los diferentes puertos de las Islas Canarias.
No soñaba ya con tormentas ni con mujeres ni con grandes acontecimientos ni con grandes peces ni con peleas ni con competencias de fuerza ni con su esposa. Sólo solaba ya con lugares y con los leones en la playa. Jugaban como gatitos a la luz del crepúsculo y él les tenía cariño lo mismo que al muchacho. No soñaba jamás con el muchacho. Simplemente despertaba, miraba por la puerta abierta a la luna y desenrollaba sus pantalones y se los ponía. Orinaba junto a la choza y luego subía por el camino a despertar al muchacho. Temblaba con el frío de la mañana. Pero sabía que temblando se calentaría y que pronto estaría remando.
La puerta de la casa donde vivía el muchacho no estaba cerrada con llave; la abrió con sigilo y entró descalzo. El muchacho estaba dormido en un catre en el primer cuarto y el viejo podía verlo claramente a la luz de la luna moribunda. Le cogió suavemente un pie y lo apretó suavemente hasta que el muchacho despertó y se volvió y lo miró. El viejo le hizo una seña con la cabeza y el muchacho cogió sus pantalones de la silla junto a la cama y, sentándose en ella, se los puso. (...)
Tomaron café en latas de leche condensada en un puesto que abría temprano y servía a los pescadores.
- ¿Qué tal ha dormido, viejo? -preguntó el muchacho.
Ahora estaba despertando aunque le era difícil dejar el sueño.
- Muy bien, Manolín. -dijo el viejo-. Hoy me siento confiado.
- Lo mismo yo -dijo el muchacho-. Ahora voy a buscar sardinas y las mías y sus carnadas frescas. El dueño trae él mismo nuestro aparejo. No quiere nunca que nadie lleve nada.
- Somos diferentes -dijo el viejo-.Yo te dejaba llevar las cosas cuando tenías cinco años.
- Lo sé -dijo el muchacho-. Vuelvo enseguida. Tome otro café. Aquí tenemos crédito.
Salió, descalzo, por las rocas de coral hasta la nevera donde se guardaban las carnadas.
El viejo tomó lentamente su café. Era lo único que tomaría en todo el día y sabía que debía tomarlo. Hacía mucho tiempo que le mortificaba comer y jamás se llevaba almuerzo. Tenía una botella de agua en la proa de la barca y eso era lo único que necesitaba para todo el día.
El muchacho estaba de vuelta con las sardinas y las dos carnadas envueltas en un periódico y bajaron por la vereda hasta la barca, sintiendo la arena con piedrecitas bajo los pies, y levantaron la barca y la empujaron al agua.
- Buena suerte, viejo.
- Buena suerte -dijo el viejo."

Fragmento de El viejo y el mar, de Ernest Hemingway.