sábado, 31 de diciembre de 2016

Carroza y reina



«Yo, Carlos Alberto González, que nací para altos destinos, que conseguí la pareja de bailarines gratis y la victrola gigante gratis, que conseguí los claveles, las sogas de náilon, el vigilante de época y el compadrito con barbijo gratis; yo que convencí a Bellomo para la procesión y le hice sacar las grúas a la calle y conseguí el que el ruso Kaminski donase las banderas y los banderines; yo que conseguí el permiso de la veintiuno, y conseguí la banda y los altoparlantes; yo que reculté los comisarios de cordón negocio por negocio; yo que conseguí la imprenta, los tres tronos, y el cetro de la reina gratis; yo que hice trabajar al maestro filetero hasta el alba; yo que conseguí mover a toda esta gilada indolente; yo, Carlos Alberto González, siento que voy a llorar y pienso».

Carroza y reina, Isidoro Blaisten. 

sábado, 24 de diciembre de 2016

Veld



«Agnes ocupa un lugar en su vida que él todavía no entiende. Se fijó en ella por primera vez cuando tenía siete años. Los invitaron a Skipperskloof, a donde llegaron ya avanzada la tarde después de un largo viaje en tren. Las nubes corrían por el cielo, el sol no daba calor. Bajo la luz fría del invierno, el veld se extendía azul rojizo sin rastro de verde. Ni siquiera la granja parecía acogedora: un austero rectángulo blanco con un tejado de zinc inclinado. No se parecía nada a Vöelfontein; el no quería estar allí.
A Agnes, que era unos meses mayor que él, se le permitió acompañarle. Ella se lo llevó a dar un paseo por el veld. Iba descalza; ni siquiera tenía zapatos. Pronto perdieron la casa de vista, estaban en medio de ninguna parte. Empezaron a hablar. Ella llevaba coletas y ceceaba, lo que a él le gustó. Desaparecieron sus reservas. A medida que hablaba se fue olvidando del idioma en que lo hacía: simplemente los pensamientos se transformaban en palabras en su interior, en palabras transparentes. 
Ya no se acuerda de lo que le dijo aquella tarde a Agnes. Pero se lo contó todo, todo lo que él había hecho, todo lo que sabía, todo lo que esperaba. Ella lo acogió todo en silencio. Incluso mientras estaba hablando, supo que el día era especial gracias a ella.
El sol empezó a hundirse, de un rojo encendido, pero aún helado. Las nubes se ennegrecieron, el viento se hizo más cortante, le traspasaba las ropas. Agnes no llevaba más que un fino vestido de algodón; tenía los pies morados de frío. 
"¿Dónde habéis estado? ¿Qué habéis estado haciendo?", les preguntaron los mayores, cuando llegaron a casa. "Niks Nie", respondió Agnes. Nada.»

John Maxwell Coetzee, Infancia.