viernes, 29 de julio de 2016

Monte III

«Allí están los ladridos otra vez. Los oigo claro en los alrededores, cortan la noche con su filo desdeñoso, me dañan, me hacen mucho daño y revientan el terror en mis ojos que no ven. Toco los extremos de mi frente, la humedad en pequeñas gotas, las palmas de mis manos humedecidas: trato de pensar. Me envuelve un mareo desagradable, se me aflojan los músculos. Estoy aquí bajo mis párpados, tengo el machete a un lado y trato de pensar. Una vez más atravieso mis recuerdos como bultos desordenados en un galpón, exhalo el humo y me detengo. Ya lejos queda la ciudad: éste soy yo, ésta mi barba grasosa, mis dedos ennegrecidos. Este pedazo de monte es mío, será mío, ya lo es... Del día queda en mi memoria el goteo inocuo de la acción, la resina de la cotidianeidad, este día confundido que es todos los días: una realidad uniforme, hecha de machetazos luminosos que resuenan como campanadas en el monte. Del día quedan pasos como heridas en mi boca que ahúma. El sonido murmurante del río en mi pecho, siempre luminoso, siempre cristalino. Quisiera oír ahora su lengua primordial. Olvidar los gruñidos, la rabia, esta rabia de perros que mata… Verlo correr, arrastrar el turbulento limo de las sierras, abrirse un reflejo al cielo blanco del sol y bañar las piedras con su pecho. Mi propio cuerpo se abandona en mi memoria a la tibieza de la roca, sintiendo el calor rígido en mi espalda, el sol lábil en mi frente. Las piernas expuestas a una quemazón que dulcemente me domina.»

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