lunes, 30 de junio de 2014

Playas II

"Resonarán todavía las palabras en su boca. Sus oídos retendrán un último grito arrojado con fastidio, el eco desordenado de la sala dormirá un segundo en sus labios. Esos ojos caerán al vacío, encontrarán un espacio desierto y se esforzarán por sostener momentos sin rumbo, de tiesa y ardiente zozobra. Luego el silencio se expandirá en su rostro: recordará. No le será difícil recuperar en su cuerpo las regiones intermedias del sueño, todavía tibias: querrá volver, partir, hacer perdurar el calor íntimo sobrevivido en sus brazos, en la piel refugiada de invierno. Luego la luz lo cubrirá como una miel sedosa, disipará esa intimidad y necesitará salir, moverse, adentrarse en el transcurrir silencioso del tiempo sin pensar más que en los pequeños hechos... En la rutina reciente hallará una salida: al igual  que en otras noches durante meses, organizará lentamente el aparejo, esta vez como si no oyera los rumores, los sonidos que desgarran la casa en su caótico quehacer: se arrastrarán cajones, habrá crujidos de goznes en los armarios, todo será un lento crepitar cotidiano de madera, ahora hueca, donde ambos habrán dejado ya la seguridad de la cama lejos, el punzar de las palabras, cerca.
«—¿Siempre?
»—Siempre, vida: siempre.»
Sin saberlo él buscará una oscuridad que confunda los nombres, que matice las verdades; otra agua que diluya en su sal esta sal que los toca. Silencio. Habrá todavía un instante de silencio en esta casa dolorosa que intercepta su rumor y lo suspende. Él no se fijará en los detalles, no habrá tiempo en su lentitud sujeta: tomará la caja verde que previamente habrá abierto y mirado, no verá nada más que una imagen repetida y alternada en los últimos meses (anzuelos, sedales, plomadas) y no sabrá si algo sobra o falta. No sabrá. Se irá envuelto en una pausa, en el preámbulo de otros ruidos, sumido en una imagen fija que le brota y le dirá que no es dueño de su destino, que algo se impone siempre desde fuera o desde dentro, ajeno, y lo conduce hacia algún sitio."

domingo, 22 de junio de 2014

La noche cíclica

Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras:
los astros y los hombres vuelven cíclicamente;
los átomos fatales repetirán la urgente
Afrodita de oro, los tebanos, las ágoras.

En edades futuras oprimirá el centauro
con el casco solípedo el pecho del lapita;
cuando Roma sea polvo, gemirá en la infinita
noche de su palacio fétido el minotauro.

Volverá toda noche de insomnio: minuciosa.
La mano que esto escribe renacerá del mismo
vientre. Férreos ejércitos construirán el abismo.
(David Hume de Edimburgo dijo la misma cosa.)

No sé si volveremos en un ciclo segundo
como vuelven las cifras de una fracción periódica;
pero sé que una oscura rotación pitagórica
noche a noche me deja en un lugar del mundo

que es de los arrabales. Una esquina remota
que puede ser del Norte, del Sur o del Oeste,
pero que tiene siempre una tapia celeste,
una higuera sombría y una vereda rota.

Ahí está Buenos Aires. El tiempo que a los hombres
trae el amor o el oro, a mí apenas me deja
esta rosa apagada, esta vana madeja
de calles que repiten los pretéritos nombres

de mi sangre: Laprida, Cabrera, Soler, Suárez...
Nombres en que retumban (ya secretas) las dianas,
las repúblicas, los caballos y las mañanas,
las felices victorias, las muertes militares.

Las plazas agravadas por la noche sin dueño
son los patios profundos de un árido palacio
y las calles unánimes que engendran el espacio
son corredores de vago miedo y de sueño.

Vuelve la noche cóncava que descifró Anaxágoras;
vuelve a mi carne humana la eternidad constante
y el recuerdo ¿el proyecto? de un poema incesante:
«Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras...»

Del libro El otro, el mismo, de Jorge Luis Borges.