miércoles, 23 de noviembre de 2011

jueves, 10 de noviembre de 2011

El Mundo

"Ya en la calle, Iván comenzó a caminar por la vereda tibia hacia el sur, observando el mundo como un terreno ajeno y hostil. Y en el recibimiento de aquel paisaje belicoso, percibía también la presencia de una otredad punzante, afanosa en su intento de permanecer y disputar ese mundo bajo su ley. Ellos, Los Otros, eran quienes hundidos en sus claustros universitarios, se preparaban para el futuro; los que en sus oficinas y empresas, brindaban por un presente de prepotencia económica; los que cebados en el circo publicitario, vaciaban huecas promesas de bienestar; los que disputándose entre la oferta y la demanda, marginaban sin tregua, cómplices. Y en medio de esa postal Iván se sentía ajeno, prisionero y guardián a la vez de aquellas reglas tan anónimas como indeseadas. Conflictivo, absurdamente conflictivo, se reprochaba mientras giraba mecánicamente hacia el oeste, adivinándose en un destino de regreso. Pobre adolescente tardío (continuaba), renegado de la vida más sencilla, ni por mártir ni por abnegado: por incapaz, por ser siempre un disconforme, un solitario. Era cierto que acababan por molestarle todo y todos, hasta creer que ya no sabría si podría vivir en el mundo de Los Otros: desviviéndose durante cinco, seis días de obligaciones, para recompensarse luego con torpes borracheras de fin de semana, y despertar desmemoriado en lunes de ciega ensoñación. Pero, ¡pero!, pensaba Iván, Eugenia era también El Mundo, ese orbe que lo exigía y lo mancillaba, ofreciéndole sin embargo como recompensa un lazo íntimo, una justificación y una posibilidad de ser, a través de Ella. Puesto que si había algo que Iván quería del afuera era Ella, el resguardo de su amor indemne como premio absoluto a su sacrificio."

Fragmento de Un cielo inhóspito. 


miércoles, 2 de noviembre de 2011

Ciencia



"Supongamos que un ictiólogo quiere estudiar los peces del mar. Con ese fin, arroja su red al agua y extrae una cantidad de peces diferentes; repite la operación muchas veces, inspecciona su pesca, la clasifica; procediendo en la forma usual en la ciencia, generaliza sus resultados en forma de leyes:
1. No hay pez que tenga menos de cinco centímetros de largo.
2. Todos los peces tienen agallas.
Estas dos afirmaciones son correctas en lo que se refiere a su pesca y supondrá que seguirán siéndolo cada vez que repita la operación. El reino de los peces es el mundo físico, el ictiólogo es el hombre de ciencia; la red, el aparato cognoscente.
Dos espectadores observan al pescador sin decir nada, hasta que ha formulado sus leyes. Entonces uno hace el siguiente comentario:
—Usted afirma en su primera ley  que no hay peces que tengan menos de cinco centímetros. Creo que esa conclusión es una mera consecuencia de la red que emplea para pescar; el cuadro de la red no es apto para pescar peces más cortos, pero de ahí usted no puede concluir que no hay peces más cortos.
El ictiólogo ha escuchado esta manifestación con desprecio, porque pertenece a la nueva clase de hombres de ciencia: opina que la ciencia debe ocuparse únicamente de lo que se puede observar. Responde:
—Cualquier cosa que no sea pescable con mi red está ipso facto  fuera del conocimiento ictiológico y no me interesa. En otras palabras: llamo pez a lo que es capaz de pescar mi red, y no cabe duda de que a esa clase de seres le viene muy bien mi primera ley. Los “peces”  a que usted hace referencia son peces metafísicos. No me competen.
(...) Entra en escena el segundo espectador:
—He oído su conversación con el otro espectador y me apresuro a manifestarle mi simpatía. Creo, en efecto, ocioso discutir sobre peces no pescables, sobre todo si se trata de ictiología y no de metafísica. Ahora bien: usted establece sus leyes mediante el tradicional método de examinar la pesca. ¿Puedo sugerirle un método más eficaz?
—No tengo inconveniente, aunque dudo  de que exista —responde el ictiólogo, con desconfianza.
—¿No  le parece que podría haber establecido la primera ley con sólo examinar la red? ¿No ha observado que el cuadro tiene justamente cinco centímetros?
—Así es, en efecto.
—En esas condiciones, usted puede afirmar a priori y de una vez por todas que jamás tendrá peces que tengan menos de cinco centímetros. La segunda ley le puede fallar; en otras aguas quizá pesque peces sin agallas; pero la primera, obtenida mediante el examen de la red, no le fallará nunca: es necesaria y
universal, es la ley por excelencia. La “ley” de las agallas es apenas una generalización empírica y lo expone a desengaños; hablando con franqueza, es una ley bastante desagradable y será bueno ver  si también puede ser reemplazada por otra del primer tipo.
El primer espectador es un metafísico que desprecia la física a causa de sus limitaciones; el segundo es un epistemólogo que cree poder ayudar a la física a causa de sus limitaciones."

Ernesto Sábato, Uno y el universo, ensayo de 1945.