miércoles, 2 de noviembre de 2011

Ciencia



"Supongamos que un ictiólogo quiere estudiar los peces del mar. Con ese fin, arroja su red al agua y extrae una cantidad de peces diferentes; repite la operación muchas veces, inspecciona su pesca, la clasifica; procediendo en la forma usual en la ciencia, generaliza sus resultados en forma de leyes:
1. No hay pez que tenga menos de cinco centímetros de largo.
2. Todos los peces tienen agallas.
Estas dos afirmaciones son correctas en lo que se refiere a su pesca y supondrá que seguirán siéndolo cada vez que repita la operación. El reino de los peces es el mundo físico, el ictiólogo es el hombre de ciencia; la red, el aparato cognoscente.
Dos espectadores observan al pescador sin decir nada, hasta que ha formulado sus leyes. Entonces uno hace el siguiente comentario:
—Usted afirma en su primera ley  que no hay peces que tengan menos de cinco centímetros. Creo que esa conclusión es una mera consecuencia de la red que emplea para pescar; el cuadro de la red no es apto para pescar peces más cortos, pero de ahí usted no puede concluir que no hay peces más cortos.
El ictiólogo ha escuchado esta manifestación con desprecio, porque pertenece a la nueva clase de hombres de ciencia: opina que la ciencia debe ocuparse únicamente de lo que se puede observar. Responde:
—Cualquier cosa que no sea pescable con mi red está ipso facto  fuera del conocimiento ictiológico y no me interesa. En otras palabras: llamo pez a lo que es capaz de pescar mi red, y no cabe duda de que a esa clase de seres le viene muy bien mi primera ley. Los “peces”  a que usted hace referencia son peces metafísicos. No me competen.
(...) Entra en escena el segundo espectador:
—He oído su conversación con el otro espectador y me apresuro a manifestarle mi simpatía. Creo, en efecto, ocioso discutir sobre peces no pescables, sobre todo si se trata de ictiología y no de metafísica. Ahora bien: usted establece sus leyes mediante el tradicional método de examinar la pesca. ¿Puedo sugerirle un método más eficaz?
—No tengo inconveniente, aunque dudo  de que exista —responde el ictiólogo, con desconfianza.
—¿No  le parece que podría haber establecido la primera ley con sólo examinar la red? ¿No ha observado que el cuadro tiene justamente cinco centímetros?
—Así es, en efecto.
—En esas condiciones, usted puede afirmar a priori y de una vez por todas que jamás tendrá peces que tengan menos de cinco centímetros. La segunda ley le puede fallar; en otras aguas quizá pesque peces sin agallas; pero la primera, obtenida mediante el examen de la red, no le fallará nunca: es necesaria y
universal, es la ley por excelencia. La “ley” de las agallas es apenas una generalización empírica y lo expone a desengaños; hablando con franqueza, es una ley bastante desagradable y será bueno ver  si también puede ser reemplazada por otra del primer tipo.
El primer espectador es un metafísico que desprecia la física a causa de sus limitaciones; el segundo es un epistemólogo que cree poder ayudar a la física a causa de sus limitaciones."

Ernesto Sábato, Uno y el universo, ensayo de 1945.

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