jueves, 25 de diciembre de 2014

Mares



«Ahora les describiré una batalla naval de tiempos lejanos.
Les diré quién fue el vencedor bajo la luz impasible de la luna.
No es una fábula.
Mi bisabuelo materno, el marino, me la refirió muchas veces.
Nuestro enemigo no dormía en su fragata (me decía).
Era un enemigo de coraje.
Ingleses duros y aguerridos como no he visto nunca ni pienso ver jamás.
Al caer la tarde comenzaron a batirnos.
Los abordamos.
Se enredaban las jarcias
y se tocaban casi las bocas de los cañones.
El capitán trincaba firme, con sus propias manos, como cualquier marinero.
Algunos disparos nos barrenaron bajo la línea de flotación.
Dos grandes cañones de nuestra batería de cubierta estallaron al romper el fuego,
y hechos pedazos volaron sobre nuestra cabeza los que estaban al lado.
Luchamos durante el crepúsculo
y luego en la sombra cerrada.
A las diez, surgió llena la luna.
Su luz nos advirtió que las vías de agua crecían y que se inundaba el barco.
El contramaestre libertó a los prisioneros de las bodegas para que se salvasen como pudieran.
Subieron a la cubierta.
Los centinelas daban el alto a los que se acercaban al polvorín
y viendo tantas caras extrañas no sabían de quién fiarse.
Comenzó a arder nuestra fragata y el enemigo nos gritó: ¡Ríndanse ya! ¡Arríen la bandera!
Yo reventé de risa cuando nuestro capitancito respondió: ¡No arriamos nada! ¡Ahora comenzamos nosotros!
Sólo nos quedaban tres cañones.
El propio capitán disparó uno y le desmochó el palo mayor al enemigo.
Los otros dos, cargados de metralla, derribaron la mosquetería y arrasaron la cubierta.
En las cofas y las de gavia, sobre todo, reforzaban el ataque de nuestra pequeña batería;
sostuvieron el fuego sin un momento de tregua.
Las bombas de agua era impotentes ya ante las brechas enormes que nos inundaban
y el incendio avanzaba hacia los polvorines;
un cañonazo reventó una bomba y todos creímos hundirnos.
El capitán no se inmutó,
su voz no se oyó ni más baja ni más alta, pero sus ojos nos alumbraron más que las linternas del combate.
Cerca de las doce, y bajo la luz de la luna, se rindió el enemigo.»

Walt Whitman, Canto a mí mismo.

sábado, 20 de diciembre de 2014

Soy una criatura



Como esta piedra
de San Michele
tan fría
tan dura
tan reseca
tan refractaria
tan totalmente
inanimada

Como esta piedra
es mi llanto
que no se ve

La muerte
se paga
viviendo

Giuseppe Ungaretti, Cien poemas escogidos.

viernes, 21 de noviembre de 2014

15

La contralto canta junto al órgano del coro,
el carpintero alisa la madera con el cepillo que cecea salvaje y silba su canción,
los hijos casados y los que no están casados todavía, vuelven a casa para la cena pascual;
el piloto, con su brazo fornido, hace girar el gobernalle;
el patrón se yergue vigoroso en el bote ballenero, con la lanza y el arpón en la mano;
el cazador de patos camina en silencio con pasos sigilosos;
el diácono, con las manos cruzadas sobre el altar, aguarda las órdenes sacerdotales;
la hilandera se balancea entre el zumbido de la rueda; el labrador pasea y se para de pronto para ver cómo han crecido la avena y el centeno;
el loco es conducido al manicomio porque los médicos han dicho que es caso incurable…
(ya no dormirá más como solía en un camastro, cerca de su madre);
el impresor de pelo gris y pómulos enjutos masca tabaco junto a la caja, mientras mira el manuscrito con ojos enervados;
un cuerpo deforme está sobre la mesa de operaciones,
los miembros amputados caen horribles en el cubo;
la mulata es vendida en pública subasta
y el borracho cabecea junto a la estufa de la taberna;
el maquinista se remanga la camisa,
el policía vigila su distrito,
el portero custodia en el umbral
y el mozo del express gobierna su vagón
(me encanta este mozo, aunque no lo conozco);
el jockey mestizo se ata las correas de sus botas livianas para competir en la carrera;
jóvenes y viejos se reúnen en las cacerías de pavos del oeste
--unos se recargan en los rifles,
otros se sientan en los troncos--,
de la partida surge el tirador,
se aposta en un lugar y apunta.
Grupos de nuevos emigrantes inundan los muelles y el malecón;
los negros trabajan en el ingenio de azúcar, mientras el capataz vigila desde su montura;
suena el clarín en el salón de baile,
los caballeros se apresuran a buscar su pareja
y los que van a bailar se saludan;
el adolescente, desvelado en su cama, bajo el techo de cedro del ático, escucha la canción de la lluvia,
los cazadores de Michigan ponen trampas en el arroyo que alimenta el río Hurón;
la india piel roja, envuelta en su manto orlado de amarillo, vende mocasines y bolsas de cuentas;
el connoisseur husmea por la exposición entrecerrados los ojos e inclinando hacia los lados la cabeza;
los marineros amarran el vapor y tienden la escala para que los pasajeros desembarquen;
la hermana menor sostiene la madeja mientras la hermana mayor va haciendo una bola y se detiene a intervalos para desatar los nudos;
la esposa que se casó hace un año está ya repuesta y es feliz con su primogénito, que tiene ahora quince días;
la muchacha yankee de cabellos rubios se afana junto a la máquina de coser o trabaja en la fábrica de hilados;
el lápiz del reportero vuela rápido sobre las cuartillas,
el empedrador apisona la calle,
el pintor de muestras forma letras con el azul y el oro,
el chico del canal corre por la línea del remolque,
el zapatero enseba los cabos
y el director de orquesta marca el compás y los cantantes lo siguen;
bautizan al niño
y el converso hace su profesión de fe,
la regata ha comenzado y los balandros surcan la bahía (¡mirad cómo brillan las velas blancas bajo el sol!);
el pastor vigila su ganado y grita a la res que se desvía;
el bohonero suda bajo el peso de su mercancía mientras regatea el comprador;
la novia alisa y acaricia su blanco vestido, y el minutero del reloj se mueve lentamente;
el fumador de opio reposa con la cabeza rígida y los labios entreabiertos;
pasa la prostituta arrastrando su chal y con el sombrero ladeado sobre el cuello vacilante y cubierto de granos;
las gentes se ríen de sus juramentos obscenos y unos hombres se mofan y guiñan el ojo; (¡Desgraciada! Yo no me mofo ni me río);
el Presidente se reúne en consejo de ministros;
en el pórtico pasean tres severas matronas cogiosas del brazo;
la tripulación del pesquero almacena la pesca en la bodega;
gentes de Missouri cruzan las llanuras con el ajuar al hombro y arreando los ganados;
el cobrador del tren pide el pasaje al cruzar el vagón, haciendo sonar unas monedas;
allí están los que entariman,
los constructores de tejados y los albañiles que piden la argamasa
(pasan los aprendices en fila con la artesa al hombro).
Hoy es cuatro de julio.
Año tras año las multitudes se reúnen imponentes (saludan los cañones y las armas menores también),
y año tras año
el arador ara,
el segador siega,
y el grano en el invierno cae sobre la tierra;
allá en los lagos, el pescador de garrocha observa y espera junto al horado abierto en la superficie helada;
el pionero clava profunda el hacha en los tocones que inundan la planicie;
los que tripulan la gabarra atracan cerca del campo de algodón a la sombra de los castaños;
el buscador de negros rastrea por los pueblos del Río Rojo y por las tierras que bañan el Tennessee y el Arkansas;
brillan antorchas en las sobras que proyectan el Chatahuche y el Atamayo…;
los patriarcas se sientan a la mesa con los hijos, los nietos y los bisnietos;
en chozas de adobe y en tiendas de lona duermen los cazadores y los armadores de trampas, después de su deporte diario;
la ciudad duerme
y el campo duerme también;
los vivos duermen lo que han de dormir
y los muertos lo suyo;
el marido viejo duerme junto a su mujer
y el marido joven junto a la suya…
Todos quieren venir hacia mí
y yo quiero ir hasta ellos...
Y tal como son, más o menos soy yo;
y de ellos,
de cada uno y de todos
y de mí mismo…
sale esta canción.

Walt Whitman, Canto a mí mismo.

jueves, 13 de noviembre de 2014

Abro mi mano
y siempre hay una inercia,
un oro ruin
de mí, mis sueños:
conducente caer
hacia el destierro.

viernes, 31 de octubre de 2014

viernes, 24 de octubre de 2014

Noche II

«El cansancio me trae pensamientos sin esperanza. Hubo un mensaje que lanzara mi juventud a la vida; estaba hecho con palabras de desafío y confianza. Se lo debe haber tragado el agua como a las botellas que tiran los náufragos. Hace un par de años que creí haber encontrado la felicidad. Pensaba haber llegado a un escepticismo casi absoluto y estaba seguro de que me bastaría comer todos los días, no andar desnudo, fumar y leer algún libro de vez en cuando para ser feliz. Esto y lo que pudiera soñar despierto, abriendo los ojos a la noche retinta. Hasta me asombraba haber demorado tanto tiempo para descubrirlo. Pero ahora siento que mi vida no es más que el paso de fracciones de tiempo, una y otra, una y otra, como el ruido de un reloj, el agua que corre, moneda que se cuenta. Estoy tirado y el tiempo pasa. Estoy frente a la cara peluda de Lázaro, sobre el patio de ladrillos, las gordas mujeres que lavan la pileta, los malevos que fuman con el pucho en los labios. Yo estoy tirado y el tiempo se arrastra, indiferente, a mi derecha y a mi izquierda. 
Ésta es la noche; quien no pudo sentirla así no la conoce.»

El Pozo, Juan Carlos Onetti.

lunes, 29 de septiembre de 2014

Poesía mundial I

Muerte a la aurora (de Wole Soyinka)

Viajero, debes partir
A la aurora, enjuga tus pies sobre
La humedad de nariz perruna de la tierra

Deja que la aurora sosiegue tus lámparas. Y mira
Languidecer el ataque de las espinas ante la luz
Pies algodonosos para disolver en el azadón
Las lombrices tempranas
Ahora las sombras se extienden con debilidad
Ni muerte de la aurora ni triste postración
Esta suave charamusca, suaves engendros que desisten
Rápidos goces y recelos para un
Día desnudo. Barcos cargados se
Someten a la asamblea sin rostro de la niebla
Para despertar los mercados silenciosos -Veloces, mudas
Procesiones por grises desvíos… Sobre este
Cobertor, hubo
Súbito invierno a la muerte
Del solitario trompetero de la aurora. Cascadas
De blancos pedazos de pluma… pero ello decidió
Un rito banal. Conciliación salvajemente
Exitosa, primero
El pie derecho para el júbilo, el izquierdo para el pavor
Y la madre suplicaba, Hijo
Jamás camines
Cuando el camino aguarda, hambriento.
Viajero, debes proseguir
Al alba.
Te prometo prodigios de la santa hora
Presagios como el aleteo del gallo blanco
Perverso empalamiento -Como quien desafiara
Las iracundas alas del progreso del hombre…

Más, ¡semejante espectro! Hermano
Mudo en el sobresaltado abrazo de
Tu invención -Esta mueca de burla
Esta contorsión cerrada – ¿Soy yo?

El camino no elegido (de Robert Frost)

Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo,
Y apenado por no poder tomar los dos
Siendo un viajero solo, largo tiempo estuve de pie
Mirando uno de ellos tan lejos como pude,
Hasta donde se perdía en la espesura;

Entonces tomé el otro, imparcialmente,
Y habiendo tenido quizás la elección acertada,
Pues era tupido y requería uso;
Aunque en cuanto a lo que vi allí
Hubiera elegido cualquiera de los dos.

Y ambos esa mañana yacían igualmente,
¡Oh, había guardado aquel primero para otro día!
Aun sabiendo el modo en que las cosas siguen adelante,
Dudé si debía haber regresado sobre mis pasos.

Debo estar diciendo esto con un suspiro
De aquí a la eternidad:
Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo,
Yo tomé el menos transitado,
Y eso hizo toda la diferencia.

San Martín del Carso (de Giuseppe Ungaretti)

(Valloncello dell' Albero Isolato a 27 agosto de 1916)

De estas casas
no ha quedado
más que algún
pedazo de muro

De tantos
a quienes estaba unido
no ha quedado
ni siquiera eso

Pero en el corazón
ninguna cruz falta

Mi corazón
es el país más desvastado.

jueves, 18 de septiembre de 2014

Monte

«Miedo: cierro la puerta. El miedo es un perro hambriento en mis sienes, sobre mi frente, en el vértice húmedo de mi boca. Miedo: eso es lo que habita esta hora hostil de la madrugada en que mis pasos se clavan como agujas en la noche, como finas trémulas agujas que atraviesan la tierra fría del rancho. Ahora, los oigo llegar ahora, dando alaridos y gruñidos contagiosos, animales: están allí en este momento, amontonándose fuera, bullendo sus ladridos como un hervidero, pululando entre dientes hundidos por secreciones rabiosas… Resistiré. Esperaré aquí dentro mientras ellos estén rastreando fuera todo hasta el hartazgo, incansables, no se detendrán hasta haber revisado cada rincón… Camino un poco más, me desplomo ahora contra el único muro de barro en este rancho que se hunde en el monte, incrustado de piedras con la forma que le dieron mis manos y que ahora siente mi sudor frío juntarse con su frío, sostiene mi cuerpo de nervio con su rigidez. Cierro los ojos en señal de agradecimiento, al menos por un instante... ¿Cuánto, cuánto hay que recorrer para dar, para alcanzar? ¿Cuánto cuesta un regreso, descender del miedo con el machete en la mano, entre ramas y raíces que cierran el camino como telarañas?»

domingo, 31 de agosto de 2014

Barro

«Esto ya es penumbra. Resta ser un hombre, antes como ahora; estar entero como lo uno en lo otro. Él está allí y es todo lo que cuenta. Está desecho en la luz huida del verano, como entonces, en el silencio de los barrios cuando falta pura voz. ¿No lo oyes cantar, hermano? Claro que lo oyes, como lo has oído siempre pero recuerda que no debes llorar. La noche es silencio, silencio puro que te abraza y deberás hacerte uno con ella: imitándola, hermano. (...) no lo intentes con palabras, por favor. Inténtalo con tu cuerpo, luego, tras los días: las palabras envidian el aguacero que las lleva. Detente en tu centro y respira, camina la ribera que enjuga los pasados, hay ahí el verdor que grita su voz calma y sencillez. Cierra los ojos y ve: todo es una gran tristeza que se acerca y debe ser superada. El dolor no tiene explicación, se cierne sobre nosotros y no hay nada extraordinario que debamos hacer, vivir es todo y más en sí mismo...»

sábado, 16 de agosto de 2014

Madrugada

"Fija la vista en una hornalla sucia; siente la frescura de sus mejillas recién afeitadas, el pliegue de sus ojos amanecidos que cede lentamente. Al silbar la pava, extingue el fuego y ensaya una última frugalidad de movimientos silenciosos, que evita el despertar de su familia. «Calculadora, cuaderno, birome…» Conoce el resto: la yerba recién humedecida, la espuma y el humo, la suave amargura en ayunas. Diez minutos bastan: apura un último mate y sale sosteniendo el paso en diestro sigilo.
Fuera el cielo ostenta orgulloso su noche sembrada de estrellas. El frío aprieta: Héctor levanta fugaces los ojos, se guarda una luna menguada en el abrigo y reconoce la plenitud de su cuerpo descansado, la expectativa al nacer de todo día. El porvenir de la mañana nunca le ha pesado, y éste que se aproxima ya desnuda el aire, condensa las horas, le despabila el rostro."

martes, 29 de julio de 2014

Jardines

«TROFIMOV: ¿No da lo mismo que se haya vendido hoy la finca o no se haya vendido? De todos modos hace tiempo que la tiene usted perdida, no hay modo de volver atrás; la hierba ha invadido el sendero. Tranquilícese, querida. No ha de engañarse a sí misma, por lo menos una vez en la vida hay que mirar la verdad cara a cara.

LIUBOV ANDREIEVNA: ¿Qué verdad? Usted ve donde está la verdad y dónde está la mentira, pero yo no veo nada, como si hubiera perdido la vista. Usted resuelve audazmente todos los problemas importantes, pero dígame, amigo mío, ¿no será esto porque usted es joven todavía y no ha tenido tiempo aún de sufrir por ninguno de esos problemas? Usted mira con audacia hacia adelante, pero ¿no será esto porque no ve ni espera nada terrible, pues la vida aún se mantiene velada para sus jóvenes ojos? Usted es más audaz, más honrado, más profundo que nosotros, pero reflexione, sea magnánimo, por lo menos aunque sólo sea un poquito, y tenga piedad de mí. No olvide que yo nací en este lugar, aquí vivieron mi padre y mi madre, mi abuelo; yo amo esta casa, sin el jardín de los cerezos no concibo mi existencia y si tan necesario es venderlo, vendedme a mí con él...»


El jardín de los cerezos, Anton Chejov.

domingo, 20 de julio de 2014

Ay, esto

Ay, esta hora
estoy tan lejos...
Ay, estoy tan cerca.
¿Este momento? Dolor

masticado ya, tan
rumiando esta boca
que no conoce más,
se agudiza en su punto

se afila en su pecho
buscar puertas, late
golpea su izquierdo
rompe, desconoce.

Ay, esta claridad
se va en su duelo
rompe su carne
que siempre ladra

subsiste de fondo su pena
sólo eso, miente;
ay, me repito
en lo que puede ser contado.

lunes, 30 de junio de 2014

Playas II

"Resonarán todavía las palabras en su boca. Sus oídos retendrán un último grito arrojado con fastidio, el eco desordenado de la sala dormirá un segundo en sus labios. Esos ojos caerán al vacío, encontrarán un espacio desierto y se esforzarán por sostener momentos sin rumbo, de tiesa y ardiente zozobra. Luego el silencio se expandirá en su rostro: recordará. No le será difícil recuperar en su cuerpo las regiones intermedias del sueño, todavía tibias: querrá volver, partir, hacer perdurar el calor íntimo sobrevivido en sus brazos, en la piel refugiada de invierno. Luego la luz lo cubrirá como una miel sedosa, disipará esa intimidad y necesitará salir, moverse, adentrarse en el transcurrir silencioso del tiempo sin pensar más que en los pequeños hechos... En la rutina reciente hallará una salida: al igual  que en otras noches durante meses, organizará lentamente el aparejo, esta vez como si no oyera los rumores, los sonidos que desgarran la casa en su caótico quehacer: se arrastrarán cajones, habrá crujidos de goznes en los armarios, todo será un lento crepitar cotidiano de madera, ahora hueca, donde ambos habrán dejado ya la seguridad de la cama lejos, el punzar de las palabras, cerca.
«—¿Siempre?
»—Siempre, vida: siempre.»
Sin saberlo él buscará una oscuridad que confunda los nombres, que matice las verdades; otra agua que diluya en su sal esta sal que los toca. Silencio. Habrá todavía un instante de silencio en esta casa dolorosa que intercepta su rumor y lo suspende. Él no se fijará en los detalles, no habrá tiempo en su lentitud sujeta: tomará la caja verde que previamente habrá abierto y mirado, no verá nada más que una imagen repetida y alternada en los últimos meses (anzuelos, sedales, plomadas) y no sabrá si algo sobra o falta. No sabrá. Se irá envuelto en una pausa, en el preámbulo de otros ruidos, sumido en una imagen fija que le brota y le dirá que no es dueño de su destino, que algo se impone siempre desde fuera o desde dentro, ajeno, y lo conduce hacia algún sitio."

domingo, 22 de junio de 2014

La noche cíclica

Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras:
los astros y los hombres vuelven cíclicamente;
los átomos fatales repetirán la urgente
Afrodita de oro, los tebanos, las ágoras.

En edades futuras oprimirá el centauro
con el casco solípedo el pecho del lapita;
cuando Roma sea polvo, gemirá en la infinita
noche de su palacio fétido el minotauro.

Volverá toda noche de insomnio: minuciosa.
La mano que esto escribe renacerá del mismo
vientre. Férreos ejércitos construirán el abismo.
(David Hume de Edimburgo dijo la misma cosa.)

No sé si volveremos en un ciclo segundo
como vuelven las cifras de una fracción periódica;
pero sé que una oscura rotación pitagórica
noche a noche me deja en un lugar del mundo

que es de los arrabales. Una esquina remota
que puede ser del Norte, del Sur o del Oeste,
pero que tiene siempre una tapia celeste,
una higuera sombría y una vereda rota.

Ahí está Buenos Aires. El tiempo que a los hombres
trae el amor o el oro, a mí apenas me deja
esta rosa apagada, esta vana madeja
de calles que repiten los pretéritos nombres

de mi sangre: Laprida, Cabrera, Soler, Suárez...
Nombres en que retumban (ya secretas) las dianas,
las repúblicas, los caballos y las mañanas,
las felices victorias, las muertes militares.

Las plazas agravadas por la noche sin dueño
son los patios profundos de un árido palacio
y las calles unánimes que engendran el espacio
son corredores de vago miedo y de sueño.

Vuelve la noche cóncava que descifró Anaxágoras;
vuelve a mi carne humana la eternidad constante
y el recuerdo ¿el proyecto? de un poema incesante:
«Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras...»

Del libro El otro, el mismo, de Jorge Luis Borges.

miércoles, 28 de mayo de 2014

Un cielo inhóspito

Un comentario sobre la novela en el número de abril de la revista Güarnin!, por Guillermo Villani.



Algunos dicen que sólo en las tormentas se pierde la vaciedad de estas llanuras; sobre las que se levantan edificaciones, estructuras, deberes para el ser. Las tormentas arremeten un vértigo latente y real que la cotidianeidad niega en la construcción de una supuesta seguridad –un sostén que deja entrever fácilmente su inestabilidad. Ese espacio de indecisiones y debilidades es inhóspito.

La de Fernando Vega es una novela que parece sumergirse en ese preciso lugar. El conurbano, el transcurso del tiempo y las pasiones de sus personajes, parecen marcarle el paso. Su prosa es paciente y sólida, fragmentos que construyen una historia contada por necesidad.

“Es que somos tanto / tan complejos / tan llenos de cosas y de gente / tan contradictorios / tan absurdos y tristemente poéticos / atando cabos inútilmente / en la oscuridad (…) Buscamos los mimos signos / en cualquier cosa / que nos deje satisfechos / haciéndonos sentir que, después de todo / las cosas van bien / aunque no vayan bien / porque estamos absolutamente desesperados  / desbordándonos (…)”

El texto se alimenta de la extensión vasta de la especulación y de la obsesión. Resulta un tejido de círculos concéntricos donde en cualquier momento la atmósfera puede ser quebrada por el peso del silencio o del impulso.
Iván, su personaje principal, conforma una voz extremadamente individual que estructura el relato, dando lengua a su propia soledad. Entonces, toda relación parece inestable por habitar más el anhelo y la memoria que el acto y el vínculo.

“Retazos de nubes como jirones de cabellos, filas incontables de transeúntes yendo hacia ningún lugar. La vida es un poco eso, grandes bocanadas de humo esparciéndose en el espacio: son como anillos, nacen y se desvanecen, equívocos.”

Un cielo inhóspito es un juego entre el lenguaje, el deseo, y el lugar habitado; establecido en la tensión propia de quien espera.


viernes, 16 de mayo de 2014

Futuro

«Estoy destinado a este recuerdo, siempre, no te enojes por lo que no puedo evitar, Edith, yo no elegí mi vida. La oscuridad favorece estos regresos, el insomnio, las madrugadas siempre rompen en silencios que entremezclan la verdad, el sueño y la memoria. Ellos creen que duermo bien y así evito las pastillas. No me engañan, hablan a escondidas en los pasillos, murmuran mientras creen que descanso… No me importa. No me importa despertar en la noche y observar el contorno borroso de mis sueños, las heridas que recrean el pasado. No quiero evitar más nada, esperar más nada, ni postergar… Quiero tomarlo todo ahora en mi mano, Edith, tomarlo todo de una vez para saber por fin qué es lo real y definitivo. Estamos condenados a estas medias tintas, a navegar a siempre la deriva, siempre sin tierra, sin norte… ¿Cuál es nuestro día, el que continuamente se anuncia? ¿Dónde se disuelve esta importancia que vanamente nos adjudicamos? Ahora que espero en duermevela, en lo oscuro, ansío esa luz: la del día que me abrace para decirme que se ha ido, que por fin ha concluido y ya podemos descansar. Ya es casi jueves en la mañana… Sí, Edith. Descansar de este peso que sin embargo vos resististe y cargaste, como un legado ajeno, lo tomaste y lo llevaste, a pesar de todo juraste no dejarme y lo hiciste...»

miércoles, 30 de abril de 2014

Oración de un desocupado

Padre,
                desde los cielos bájate, he olvidado
las oraciones que me enseñó la abuela,
pobrecita, ella reposa ahora,
no tiene que lavar, limpiar, no tiene
que preocuparse andando el día por la ropa,
no tiene que velar la noche, pena y pena,
rezar, pedirte cosas, rezongarte dulcemente.

Desde los cielos bájate, si estás, bájate entonces,
que me muero de hambre en esta esquina,
que no sé de qué sirve haber nacido,
que me miro las manos rechazadas,
que no hay trabajo, no hay,
                                bájate un poco, contempla
esto que soy, este zapato roto,
esta angustia, este estómago vacío,
esta ciudad sin pan para mis dientes, la fiebre
cavándome la carne,
                              este dormir así,
bajo la lluvia, castigado por el frío, perseguido
te digo que no entiendo, Padre, bájate,
tócame el alma, mírame
el corazón,
yo no robé, no asesiné, fui niño
y en cambio me golpean y golpean,
te digo que no entiendo, Padre, bájate,
si estás, que busco
resignación en mí y no tengo y voy
a agarrarme la rabia y a afilarla
para pegar y voy
a gritar a sangre en cuello
por que no puedo más, tengo riñones
y soy un hombre,
                        bájate, ¿qué han hecho
de tu criatura, Padre?
                        ¿Un animal furioso
que mastica la piedra de la calle?

Del libro Violín y otras cuestiones, de Juan Gelman.

miércoles, 16 de abril de 2014

Noche II



"«—Te seguiré.
»—¿En dónde vivirás?
»—Me colaré a cada pueblo antes de que lo tomen. Y allí te esperaré.
»—¿Lo dejas todo?
»—Me llevaré unos cuantos vestidos. Tú me darás para comprar fruta y comida y
yo te esperaré. Cuando entres al pueblo, ya estaré allí. Con un vestido tengo.»
Esa falda que ahora descansaba sobre la silla del cuarto alquilado. Cuando
despierta, le gusta tocarla y tocar también las otras cosas: las peinetas, las zapatillas
negras, los pequeños aretes dejados sobre la mesa. Quisiera, en esos momentos,
ofrecerle algo más que estos días de separaciones y encuentros difíciles. Ya en otras
ocasiones alguna orden imprevista, la necesidad de dar caza al enemigo, alguna derrota
que los hacía retroceder al norte, los separó durante varias semanas. Pero ella, como una
gaviota, parecía distinguir, por encima de las mil incidencias de la lucha y la fortuna, el
movimiento de la marea revolucionaria: si no en el pueblo que habían dicho, aparecería
tarde o temprano en otro. Iría de pueblo en pueblo, preguntando por el batallón,
escuchando las respuestas de los viejos y mujeres que quedaban en las casas:
«—Hace ya como quince días que pasaron por aquí.
»—Dicen que no quedó ni uno vivo.
»—Quién sabe. Puede que regresen. Dejaron unos cañones olvidados.
»—Tenga cuidado con los federales, que andan tronando a todo el que le da ayuda a
los alzados»
y acabarían por encontrarse de nuevo, como ahora. Ella tendría el cuarto listo, con fruta
y comida, y la falda estaría arrojada sobre una silla. Lo esperaría así, lista como si no
quisiera perder un minuto en las cosas innecesarias. Pero nada es innecesario. Verla
caminar, arreglar la cama, soltarse el pelo. Quitarle las últimas ropas y besar todo el
cuerpo, mientras ella permanece de pie y él se va hincando, recorriéndola con los labios,
saboreando la piel y el vello, la humedad del caracol: recogiendo en la boca los
temblores de la niña erguida que acabará por tomar la cabeza del hombre entre las manos para obligarlo a descansar, a dejar los labios en un solo lugar. Y se dejará ir de
pie, apretando la cabeza del hombre, con un suspiro entrecortado, hasta que él la sienta
limpia y la cargue a la cama en brazos.
«—Artemio, ¿te volveré a ver?
»—Nunca digas eso. Haz de cuenta que sólo nos conocimos una vez.»
Nunca volvió a preguntar. Se avergonzó de haberlo hecho una vez, de haber
pensado que su amor podría tener fin o medirse como se mide el tiempo de otras cosas.
No tenía por qué recordar en dónde, o por qué, conoció a ese joven de veinticuatro años.
Era innecesario cargarse de algo más que el amor y los encuentros durante los escasos
días de descanso, cuando las tropas tomaban una plaza y se detenían a reponerse,
asegurar su presencia en el territorio arrebatado a la dictadura, abastecerse y proyectar la
siguiente ofensiva. Así lo decidieron, los dos, sin decirlo nunca. Jamás pensarían en el
peligro de la guerra ni en el tiempo de la separación. Si uno de ellos no se presentaba a
la siguiente cita, cada cual seguiría su camino sin decir nada: él hacia el sur, hasta la
capital; ella de regreso al norte, a las costas de Sinaloa donde lo conoció y se dejó
querer.
(...)
—¿Quieres tu desayuno?
—Es muy temprano. Déjame acabarme el cigarrillo antes.
La cabeza de Regina se recostó en el hombro del joven. La mano larga y nervuda
acarició la cadera. Los dos sonrieron.
—Cuando era niña, la vida era bonita. Había muchos momentos bonitos. Las
vacaciones, los descansos, los días de verano, los juegos. No sé por qué cuando crecí
empecé a esperar cosas. De niña no. Por eso empecé a ir a esa playa. Me dije que era
mejor esperar. No sabía por qué había cambiado tanto durante aquel verano y había
dejado de ser niña.
—Lo eres todavía, ¿sabes?
—¿Contigo? ¿Con todo lo que hacemos?
Él se rió y la besó y ella dobló la rodilla, en la posición de un ave de alas cerradas,
anidada en el pecho de él. Se colgó al cuello del hombre, entre risas y lloriqueos
fingidos:
—¿Y tú?
—Yo no recuerdo. Te encontré y te quiero mucho.
—Dime. ¿Por qué supe, en cuanto te vi, que ya no iba a importar nada más? Sabes:
me dije que en ese mismo momento tenía que decidirme. Que si tú pasabas de largo,
perdería toda mi vida. ¿Tú no?
—Sí, yo también. ¿No creíste que era un soldado más, buscando en qué divertirse?
—No, no. No vi tu uniforme. Sólo vi tus ojos reflejados en el agua y entonces ya no
pude ver mi reflejo sin el tuyo a mi lado.
—Linda; amor; anda y ve si tenemos café."

Fragmento de La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes.

lunes, 31 de marzo de 2014

Última tarde

"Aquella vez Porfirio salió del rancho, abrió lentamente la tranquera de
alambre que comunicaba con el potrero, caminó entre bostas rizadas y cardos,
atajando la luz del poniente con una mano. Era el mes de agosto. Hacía un frío
penetrante: en su frente, lo sentía como una corona de hielo, en sus manos,
como una superficie dura. Apuró el paso. Se detuvo en el extremo del potrero,
junto al alambrado. Copos de lana florecían del alambre de púas. La majada se
desenrollaba con ruido de alfombra. Una sola oveja no se movía. Estaba panza
arriba, acostada en el suelo, esperando la parición. Algunos caranchos y
chimangos aguardaban el nacimiento, esperando un corderito vivo o una madre
casi muerta, con grandes ojos abrillantados.
Al acercarse Porfirio ahuyentó los pájaros. La oveja respiraba con
dificultad, se quejaba y mascaba lentamente grandes granos invisibles de maíz
durísimo. Luego, como la desgarradura de la tarde roja, sobre una piedra gris,
fueron naciendo, uno, dos, tres corderitos idénticos. La madre lamió
cuidadosamente los dos primeros y olvidó el último. Porfirio buscó una bolsa,
limpió el tercer corderito, lo envolvió, lo llevó hasta el rancho y lo colocó debajo
del alero.
Entró en la pieza y se acercó al fogón encendido. Puso carne a asar en las
brasas.
Los últimos rayos del sol brillaban en la abertura de la puerta. Porfirio vio
bailar un redondel de luz en la pared del cuarto. Era el mensaje cotidiano de su
vecino. Se levantó del banco, descolgó el espejito redondo que había usado
alguna vez para afeitarse y se detuvo en el marco de la puerta. Inútilmente trató
de contestar con el mismo redondel de luz, con el mismo reflejo, sobre la casa de
su vecino. El sol había desaparecido."

Fragmento del cuento La última tarde, de Silvina Ocampo.

jueves, 13 de marzo de 2014

A mediodía

"Cae, sobre las gafas oscuras cae, sobre todas las cosas cae, sobre toda la casa. Reverbera en su voz agria, revienta los terrones polvorientos, hiende la verdad, la sella con su rayo de mies, con su rayo de miel; cae, cae el sol ahora, sobre los techos de chapa, sobre los techos olvidados, sobre las sillas de paja. (...)
El calor aprieta, hay regresos. La casa está tan dulce hoy, tan almibarada de dolor que todo nos recuerda. Ella está tan triste hoy, tan arrebujada en su dolor, que las gafas oscuras no permiten que le veamos los ojos, su duelo, la vergüenza de su desnudez, está allí, su rostro, su cuerpo todo que se yergue en la silla desmembrada, como el de una dignísima reina, siempre compuesta, siempre humana..."

viernes, 28 de febrero de 2014

Amistad II

"Había oscurecido. Nos volvimos despacio, callados. A lo lejos divisamos la pequeña arboleda del puesto. Pero estaba todavía tan lejos, que bien podía ser engaño. Teníamos que cruzar un juncal tendido. Entramos en él. De pronto, y gracias a Dios, vi cerca un bulto oscuro. Digo gracias a Dios, porque el verlo me salvó de algo peor que lo que había de sucederme. El toro, medio enredado en los juncales, me miraba. Yo también lo miraba a él. ¿Era el barroso que me había corneado el bayo? No concluía de reconocerlo cuando me atropelló. Había arrancado con tanta violencia que apenas logré evitar el bote. Me pareció, sin embargo, que por segunda vez me tocaba el caballo. ¡Dios me perdone! Me agarró una de esas rabias que le nublan al hombre el entendimiento. Abrí el caballo hasta un claro, entre los juncos, porque no hay que entrar así ofuscado en la lucha.
-Fíjese si me ha corniao -pregunté al rubio.
-Una nadita. A gatas le ha alborotao el pelo. Debe haberlo tocao con el costao del aspa. ¿Qué va hacer? -me preguntó viéndome armar el lazo.
-Quebrarlo -contesté.
Aunque fuera temeridad mi intento y él tuviera cierta responsabilidad con el dueño de la hacienda, no me dijo nada. Un hombre en la pampa sabe mirar a otro hombre y comprende lo irreparable de ciertas decisiones.
Por mi parte, la rabia se había asentado en mí, tomando cuerpo de una resolución decidida de ir hasta el fin. Me había propuesto quebrarlo al toro y lo quebraría.
Patrocinio armaba también su lazo. ¡Lindo! En la voluntad de matar que ya estaba en nosotros, nacía el sentimiento de una amistad fuerte. Dos hombres suelen salir de un peligro tuteándose, como una pareja después del abrazo."

Fragmento de Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes.

sábado, 15 de febrero de 2014

Padrinazgos


"El muchacho salió. Habían comido sin luz en la mesa y el viejo se quitó los pantalones y se fue a la cama a oscuras. Enrolló los pantalones para hacer una almohada, poniendo el periódico dentro de ellos. Se envolvió en la frazada y durmió sobre los otros periódicos viejos que cubrían los muelles de la cama.
Se quedó dormido enseguida y soñó con África, en la época en que era un muchacho, y con largas playas doradas y las playas blancas, tan blancas que lastimaban los ojos, y los altos promontorios y las grandes montañas pardas. Vivía entonces todas las noches a lo largo de aquella costa y en sus sueños sentía el rugido de las olas contra la rompiente y veía venir a través de ellas los botes de los nativos. Sentía el olor a brea y estopa de la cubierta mientras dormía y sentía el olor de África que la brisa de tierra traía por la mañana.
Generalmente, cuando olía la brisa de tierra despertaba y se vestía y se iba a despertar al muchacho. Pero esa noche el olor de la brisa de tierra vino muy temprano y él sabía que era demasiado temprano en su sueño y siguió soñando para ver los blancos picos de las islas que se levantaban del mar y luego soñó con los diferentes puertos de las Islas Canarias.
No soñaba ya con tormentas ni con mujeres ni con grandes acontecimientos ni con grandes peces ni con peleas ni con competencias de fuerza ni con su esposa. Sólo solaba ya con lugares y con los leones en la playa. Jugaban como gatitos a la luz del crepúsculo y él les tenía cariño lo mismo que al muchacho. No soñaba jamás con el muchacho. Simplemente despertaba, miraba por la puerta abierta a la luna y desenrollaba sus pantalones y se los ponía. Orinaba junto a la choza y luego subía por el camino a despertar al muchacho. Temblaba con el frío de la mañana. Pero sabía que temblando se calentaría y que pronto estaría remando.
La puerta de la casa donde vivía el muchacho no estaba cerrada con llave; la abrió con sigilo y entró descalzo. El muchacho estaba dormido en un catre en el primer cuarto y el viejo podía verlo claramente a la luz de la luna moribunda. Le cogió suavemente un pie y lo apretó suavemente hasta que el muchacho despertó y se volvió y lo miró. El viejo le hizo una seña con la cabeza y el muchacho cogió sus pantalones de la silla junto a la cama y, sentándose en ella, se los puso. (...)
Tomaron café en latas de leche condensada en un puesto que abría temprano y servía a los pescadores.
- ¿Qué tal ha dormido, viejo? -preguntó el muchacho.
Ahora estaba despertando aunque le era difícil dejar el sueño.
- Muy bien, Manolín. -dijo el viejo-. Hoy me siento confiado.
- Lo mismo yo -dijo el muchacho-. Ahora voy a buscar sardinas y las mías y sus carnadas frescas. El dueño trae él mismo nuestro aparejo. No quiere nunca que nadie lleve nada.
- Somos diferentes -dijo el viejo-.Yo te dejaba llevar las cosas cuando tenías cinco años.
- Lo sé -dijo el muchacho-. Vuelvo enseguida. Tome otro café. Aquí tenemos crédito.
Salió, descalzo, por las rocas de coral hasta la nevera donde se guardaban las carnadas.
El viejo tomó lentamente su café. Era lo único que tomaría en todo el día y sabía que debía tomarlo. Hacía mucho tiempo que le mortificaba comer y jamás se llevaba almuerzo. Tenía una botella de agua en la proa de la barca y eso era lo único que necesitaba para todo el día.
El muchacho estaba de vuelta con las sardinas y las dos carnadas envueltas en un periódico y bajaron por la vereda hasta la barca, sintiendo la arena con piedrecitas bajo los pies, y levantaron la barca y la empujaron al agua.
- Buena suerte, viejo.
- Buena suerte -dijo el viejo."

Fragmento de El viejo y el mar, de Ernest Hemingway.  

lunes, 20 de enero de 2014

Horizontes



"¿Qué más quería? Tres petisos, de los cuales uno chúcaro que podía reservarme una mala sorpresa, es cierto; recado completo con su juego de riendas y bozal, su manea, lonjas y tientos; ropa para mudarme en caso de mojadura y buen poncho que es cobija, abrigo e impermeable. Con menos avíos, a la verdad, suele salir un resero hecho.
Concluido aquel recuento, al tiempo que anudaba las alzaprimas de mis espuelas, me incorporé satisfecho, echando, no sin tristeza, una mirada a mi cuartito y al catre, que quedaba desnudo y lamentable como una oveja cuereada. Adiós vida de estancia, ya veríamos lo que nos reservaban los caminos y el campo sin huellas.
Con las dos mudas envueltas en el poncho, puesto en la cintura, salí andando de a pedacitos hasta afuera, y me detuve un rato, porque la noche suele ser traicionera y no hay que andar llevándosela por delante.
Respiré hondamente el aliento de los campos dormidos. Era una oscuridad serena, alegrada de luminares lucientes como chispas de un fuego ruidoso. Al dejar que entrara en mí aquel silencio, me sentí más fuerte y más grande.
A lo lejos oí tintinear un cencerro. Alguno andaría agarrando caballo o juntando la tropilla. Los novillos no daban aún señales de su vida tosca, pero yo sentía por el olor la presencia de sus quinientos cuerpos groseros.
De pronto oí correr unos caballos; un cencerro agitó sus notas con precipitación de gotera. Aquellos sonidos se expandían en el sereno matinal como ondas en la piel soñolienta del agua al golpe de algún cascote. Perdido en la noche, cantó un gallo, despertando la simpatía de unos teros. Solitarias expresiones de vida diurna que amplificaban la inmensidad del mundo.
En el corral agarré mi petiso, algo inquieto por el inusitado correr de sus compañeros libres. Al ponerle el bozal sentí su frente mojada de rocío. Sobre el suelo húmedo oí rascar las espuelas de Goyo, que andaba buscando alguna prenda.
-Güen día.
-¿Se te ha perdido algo?
-Ahá, el arriador.
-¿Cuál?
-El cabo'e plata.
-Está en el cuarto contra el baúl.
-Vi'a alzarlo.
-¿No matiamos?
-Aurita.
Mientras Goyo buscaba su arriador, ensillé chiflando mi petiso, que dormitaba, gachas las orejas, resoplando a intervalos con disgusto.
Cuando entré a la cocina estaban ya acompañando a Goyo, Pedro Barrales y Don Segundo.
-Güenos días.
-Güenos días.
Horacio entró descoyuntándose a desperezos.
-Te vah'a quebrar -rió Goyo.
-¿Quebrar?... Ni una arruguita le vi'a dejar al cuerpo.
Silencioso, Valerio traspuso el umbral, dirigiéndose a un rincón, donde en cuclillas se calzó un brillante par de lloronas de plata. Después rodeamos el fogón, y el mate comenzó a hacer sus visitas.
Cada cual vivía para sí y mi alegría de pronto se hizo grave, contenida. Un extraño nos hubiese creído apesadumbrados por una desgracia.
No pudiendo hablar, observé.
Todos me parecían más grandes, más robustos, y en sus ojos se adivinaban los caminos del mañana. De peones de estancia habían pasado a ser hombres de pampa. Tenían alma de reseros, que es tener alma de horizonte."

Fragmento de Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes.