alambre que comunicaba con el potrero, caminó entre bostas rizadas y cardos,
atajando la luz del poniente con una mano. Era el mes de agosto. Hacía un frío
penetrante: en su frente, lo sentía como una corona de hielo, en sus manos,
como una superficie dura. Apuró el paso. Se detuvo en el extremo del potrero,
junto al alambrado. Copos de lana florecían del alambre de púas. La majada se
desenrollaba con ruido de alfombra. Una sola oveja no se movía. Estaba panza
arriba, acostada en el suelo, esperando la parición. Algunos caranchos y
chimangos aguardaban el nacimiento, esperando un corderito vivo o una madre
casi muerta, con grandes ojos abrillantados.
Al acercarse Porfirio ahuyentó los pájaros. La oveja respiraba con
dificultad, se quejaba y mascaba lentamente grandes granos invisibles de maíz
durísimo. Luego, como la desgarradura de la tarde roja, sobre una piedra gris,
fueron naciendo, uno, dos, tres corderitos idénticos. La madre lamió
cuidadosamente los dos primeros y olvidó el último. Porfirio buscó una bolsa,
limpió el tercer corderito, lo envolvió, lo llevó hasta el rancho y lo colocó debajo
del alero.
Entró en la pieza y se acercó al fogón encendido. Puso carne a asar en las
brasas.
Los últimos rayos del sol brillaban en la abertura de la puerta. Porfirio vio
bailar un redondel de luz en la pared del cuarto. Era el mensaje cotidiano de su
vecino. Se levantó del banco, descolgó el espejito redondo que había usado
alguna vez para afeitarse y se detuvo en el marco de la puerta. Inútilmente trató
de contestar con el mismo redondel de luz, con el mismo reflejo, sobre la casa de
su vecino. El sol había desaparecido."
Fragmento del cuento La última tarde, de Silvina Ocampo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario