"«—Te seguiré.
»—¿En dónde vivirás?
»—Me colaré a cada pueblo antes de que lo tomen. Y allí te esperaré.
»—¿Lo dejas todo?
»—Me llevaré unos cuantos vestidos. Tú me darás para comprar fruta y comida y
yo te esperaré. Cuando entres al pueblo, ya estaré allí. Con un vestido tengo.»
Esa falda que ahora descansaba sobre la silla del cuarto alquilado. Cuando
despierta, le gusta tocarla y tocar también las otras cosas: las peinetas, las zapatillas
negras, los pequeños aretes dejados sobre la mesa. Quisiera, en esos momentos,
ofrecerle algo más que estos días de separaciones y encuentros difíciles. Ya en otras
ocasiones alguna orden imprevista, la necesidad de dar caza al enemigo, alguna derrota
que los hacía retroceder al norte, los separó durante varias semanas. Pero ella, como una
gaviota, parecía distinguir, por encima de las mil incidencias de la lucha y la fortuna, el
movimiento de la marea revolucionaria: si no en el pueblo que habían dicho, aparecería
tarde o temprano en otro. Iría de pueblo en pueblo, preguntando por el batallón,
escuchando las respuestas de los viejos y mujeres que quedaban en las casas:
«—Hace ya como quince días que pasaron por aquí.
»—Dicen que no quedó ni uno vivo.
»—Quién sabe. Puede que regresen. Dejaron unos cañones olvidados.
»—Tenga cuidado con los federales, que andan tronando a todo el que le da ayuda a
los alzados»
y acabarían por encontrarse de nuevo, como ahora. Ella tendría el cuarto listo, con fruta
y comida, y la falda estaría arrojada sobre una silla. Lo esperaría así, lista como si no
quisiera perder un minuto en las cosas innecesarias. Pero nada es innecesario. Verla
caminar, arreglar la cama, soltarse el pelo. Quitarle las últimas ropas y besar todo el
cuerpo, mientras ella permanece de pie y él se va hincando, recorriéndola con los labios,
saboreando la piel y el vello, la humedad del caracol: recogiendo en la boca los
temblores de la niña erguida que acabará por tomar la cabeza del hombre entre las manos para obligarlo a descansar, a dejar los labios en un solo lugar. Y se dejará ir de
pie, apretando la cabeza del hombre, con un suspiro entrecortado, hasta que él la sienta
limpia y la cargue a la cama en brazos.
«—Artemio, ¿te volveré a ver?
»—Nunca digas eso. Haz de cuenta que sólo nos conocimos una vez.»
Nunca volvió a preguntar. Se avergonzó de haberlo hecho una vez, de haber
pensado que su amor podría tener fin o medirse como se mide el tiempo de otras cosas.
No tenía por qué recordar en dónde, o por qué, conoció a ese joven de veinticuatro años.
Era innecesario cargarse de algo más que el amor y los encuentros durante los escasos
días de descanso, cuando las tropas tomaban una plaza y se detenían a reponerse,
asegurar su presencia en el territorio arrebatado a la dictadura, abastecerse y proyectar la
siguiente ofensiva. Así lo decidieron, los dos, sin decirlo nunca. Jamás pensarían en el
peligro de la guerra ni en el tiempo de la separación. Si uno de ellos no se presentaba a
la siguiente cita, cada cual seguiría su camino sin decir nada: él hacia el sur, hasta la
capital; ella de regreso al norte, a las costas de Sinaloa donde lo conoció y se dejó
querer.
(...)
—¿Quieres tu desayuno?
—Es muy temprano. Déjame acabarme el cigarrillo antes.
La cabeza de Regina se recostó en el hombro del joven. La mano larga y nervuda
acarició la cadera. Los dos sonrieron.
—Cuando era niña, la vida era bonita. Había muchos momentos bonitos. Las
vacaciones, los descansos, los días de verano, los juegos. No sé por qué cuando crecí
empecé a esperar cosas. De niña no. Por eso empecé a ir a esa playa. Me dije que era
mejor esperar. No sabía por qué había cambiado tanto durante aquel verano y había
dejado de ser niña.
—Lo eres todavía, ¿sabes?
—¿Contigo? ¿Con todo lo que hacemos?
Él se rió y la besó y ella dobló la rodilla, en la posición de un ave de alas cerradas,
anidada en el pecho de él. Se colgó al cuello del hombre, entre risas y lloriqueos
fingidos:
—¿Y tú?
—Yo no recuerdo. Te encontré y te quiero mucho.
—Dime. ¿Por qué supe, en cuanto te vi, que ya no iba a importar nada más? Sabes:
me dije que en ese mismo momento tenía que decidirme. Que si tú pasabas de largo,
perdería toda mi vida. ¿Tú no?
—Sí, yo también. ¿No creíste que era un soldado más, buscando en qué divertirse?
—No, no. No vi tu uniforme. Sólo vi tus ojos reflejados en el agua y entonces ya no
pude ver mi reflejo sin el tuyo a mi lado.
—Linda; amor; anda y ve si tenemos café."
Fragmento de La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes.
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