A la humedad le sienta bien esta tristeza, este detener del tiempo bajo el alero, los brazos yendo y viniendo indecisos, las palabras hechas para las grandes citas, la lluvia chispeando sobre el campo en su verdor dormido, aletargado de invierno, de puro desabrigo. Entonces ellos hablan y dicen lo que hay que decir. Tanto y tan sólo eso, la gran verdad que significa el tiempo ahondado de palabras, hecho hueco en su abismo entre tonos vagos, precisos, vueltos flor en boca de los seres queridos. Hablan y dicen lo que hay que decir: resisten el frío, las gotas removidas por el viento que se pegan en la cara con hostilidad, se dan palmadas y dicen te quiero. El mate no rompe la espera, le dilata un burbujeo de amargor en la mano Clara distraída, mano Clara hacia fuera, disimula, sonríe para la conversación y relampaguea en sus ojos el placer furtivo de observar la intimidad desnuda, incapaz ya de pelear consigo misma, de ser algo que no sea lo que honestamente es.
Se le rompe el alma y no se nota: verlo ahí, empotrado al suelo junto a su hermano; verlos ahí, a los Bruzón murmurar de labios en la pausa, recrudeciendo el silencio; ella piensa, está bien así. Pasan los minutos, hace frío y Clara comprende que la verdad exige un descanso. Sale sonriente a la galería con el mate en la mano, como para convidar compadre un amargo ahí fuera, si no entran, aquí dentro, para que las palabras tampoco sobren.»
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