miércoles, 12 de octubre de 2016
Piel cobriza III
«Sabe que se acerca. Camina por el sendero con destreza, el bosque de lapacho y palo blanco va quedando lentamente atrás. La espesura de la vegetación crece a los lados volviendo cada vez más necesario el uso del machete. Ha abandonado ya el claro luminoso de los primeros kilómetros, los reverberos de la mañana, las tierras espaciosas donde las hojas de palma blanca dibujaron su filo. Detrás, este sendero va cerrando un techo de copas altas donde el sol se filtra cada vez más disipado. Él camina y rompe las ramas que se extienden sobre su paso húmedo, corta las enredaderas que caen sobre sus ojos, las plantas aéreas que habitan esta espesura extasiada. “En unas horas llegaré a las serranías, cruzaré por el paso oeste y luego, al caer el sol ya estaré cerca...” Abre los ojos a un destello meridiano, se siente un explorador y sin embargo no lo es: ha aprendido a recorrer estos senderos junto a su primo Adalberto, dando pasos de entre selva que sólo los baquianos y los cazadores transitan, “este sendero será mi salida, me salvará mi experiencia, ella me hará renacer…” En la selva el verano no penetra, ésta sostiene su microclima aguado de lluvia. Un escalofrío sube desde el suelo y le toma las rodillas, sus botas, su abrigo. La humedad cubre todo de vida, conserva en cada recodo de selva un dejo fecundo: del musgo de los troncos podridos surgen nuevas formas; los sonidos misteriosos de los árboles se habitan...»
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