«La Inglesa dijo que habrá que matar los perros, pero no sé. A la noche da lástima oírlos ladrar así, tan despacio, como si lloraran. Yo no dije nada. Total a este paso se van a comer entre ellos, cualquier noche. Pensar que cuando llegué estaban gordos, y daban miedo ladrando todos juntos, amontonados contra la casa. Y no me dejaban entender lo que decía la Inglesa, con el barullo. Claro, hace tres años era otra cosa. A la casa le duraba la pintura y hasta las tejas tenían otro color. Ni bien crucé la tranquera ya ladraron los perros y vi la casa, parecida a la de la estancia donde estuve antes, casi igual con esas casuarinas altas, las paredes blancas y las ventanas de oscuro. Para completar, los perros, que eran más, acá en La Martita, pero con el mismo ladrido desparejo y atropellador. En aquel tiempo la Inglesa no me hacía acordar a la vieja Laver. Era alta, siempre, y andaba como estirada con esa ropa negra que usó los primeros meses. Porque yo llegué cuando ya se había muerto el marido. Dicen que fue así: una noche estaban juntos, charlando con un doctor del pueblo y unas visitas de la capital, que en ese tiempo venían muchas, según parece, y oyeron ladrar los perros. El Inglés salió solo, con la escopeta cargada. Julia me decía que antes de salir la Inglesa y él se miraron en forma rara, vaya a saber. La cosa es que pasaron como diez minutos y ladrido de los perros se fue cada vez más lejos. Y cuando oyeron el tiro el doctor dijo que le habría tirado algún bicho, hasta que los perros empezaron a llorar. Yo llegué para esa época, hará cuatro años o tres o más»
De "Habrá que matar los perros", incluido en Hombre en la orilla, Miguel Briante.
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