domingo, 9 de septiembre de 2012

Huellas



"Pero en cuanto me hablaba de Ingeborg, estaba de pronto al abrigo de todos los peligros; entonces no se reservaba; hablaba más fuerte, reía con el recuerdo de la risa de Ingeborg, y entonces se veía bien lo bella que Ingeborg había sido.
'Nos hacía dichosos a todos, decía, también a tu padre, Malte, sí, literalmente dichosos. Pero en cuanto se dijo que iba a morir aunque solamente parecía un poco enferma -y todos dábamos vueltas a su alrededor y se lo ocultamos-, se incorporó un día en el lecho y dijo dirigiéndose hacia adelante, como alguien que quiere darse cuenta del sonido de su pensamiento: "¿Por qué estáis así en guardia? Todos lo sabemos y puedo tranquilizaros; las cosas son tal como vienen: no quiero más". Piensa un poco, dijo: "No quiero más", ella que nos hacía dichosos a todos. ¿Comprenderás esto alguna vez, Malte, cuandos seas mayor? Reflexiona más tarde. Quizá lo comprenderás un día. Será bueno tener alguien que comprenda tales cosas."
(...)
"Y ahora quiero escribiros esta historia, tal como mamá la contaba cuando yo se lo pedía:
Era a mitad de verano, el jueves que siguió a los funerales de Ingeborg. Desde el sitio donde tomábamos el té en la terraza se podía ver entre los olmos gigantescos elevarse el remate de la sepultura de familia. Habían dispuesto las tazas como si nunca una persona más hubiese sentado en esta mesa, y alrededor de ella habíamos tomado todos asiento muy a gusto. Como cada uno había llevado, quien un libro, quien un cesto de labor, incluso nos sentíamos un poco estrechos. Abelone (la hermana menor de mamá) servía el té, y todos la ayudaban, salvo tu abuelo que miraba hacia la casa desde su butaca. Era la hora en que se esperaba el correo, y ocurría a menudo que Ingeborg, retenida la última por las órdenes que daba para la comida, lo traía. Durante las semanas de su enfermedad habíamos tenido mucho tiempo para perder la costumbre de su venida: sabíamos demasiado bien que no podía venir. Pero esta tarde, Malte, entonces que verdaderamente no podía venir... vino. Quizá era nuestra culpa, quizá la habíamos llamado. Pues recuerdo que pronto yo estaba allí sentada y me esforzaba por descubrir qué es lo que ahora era distinto. Bruscamente se me hizo imposible decir qué; lo había olvidado por completo. Levanté los ojos y vi a los otros vueltos hacia la casa, no de un modo particular o que asombrase, sino muy sencillamente, en su espera tranquila y cotidiana. Y estuve a punto (Malte, me da frío cuando lo pienso), estuve a punto -Dios me libre- a punto de decir: '¿Dónde está...?'. Cuando ya Cavalier, como de costumbre, salió de bajo de la mesa y saltó a su encuentro. Yo la vi, Malte, yo la vi. Corrió hacia ella, aunque ella no vino; para él ella venía. Comprendimos que corría a su encuentro. Por dos veces se volvió hacia nosotros, como para interrogar. Después se precipitó hacia ella, como siempre, Malte, exactamente como había hecho siempre; y se unió a ella, pues comenzó a saltar en círculo, alrededor de algo que no estaba allí, y después a subir a lo largo de ella, todo derecho, para lamerla. Le oímos lanzar, de alegría, pequeños ladridos quejumbrosos, y por el modo como saltaba en el aire, muy de prisa y sin descanso, se hubiera podido creer verdaderamente que nos la escondía con sus cabriolas. Pero de pronto dio un alarido, y su propio impulso le hizo torcerse y caer de espaldas, con una rara torpeza; y quedó tendido ante nosotros de modo extraño, y no se movió más. El criado salió de la otra ala de la casa con las cartas. Titubeó un instante; sin duda le era penoso acercarse a nuestros rostros. Y ya tu padre le hacía seña de que se quedase allí. Tu padre, Malte, no quería a ningún animal; pero esta vez, lentamente, me pareció que sin embargo fue hacia el perro y se bajó hasta él. Dijo una palabra al criado, una breve orden. Vi a éste precipitarse a recoger a Cavalier. Pero tu padre mismo tomó entonces al animal y se lo llevó, como si supiese exactamente a dónde, a la casa."

Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, Rainer Maria Rilke.

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