»—¿Así está bien?
»—Eso, así. ¿Por qué hablamos tan bajo, si nadie nos puede oír?
»—Es por el silencio de la noche.
»—Pero ¿hay algo extraño en el aire, no te parece?
»—Quizá. Esta hora…
»—¿Qué será, Horacio?
»—No sé, Sofía. Son días raros.»
Ella sostiene segundos extraviados en su mirada y los concentra en su interior como si allí, dentro suyo, el tiempo no hallara dónde transcurrir. La habitación es el primer refugio, pero en su mundo cristalizado no hay sino recortes imprecisos: palabras que se desprenden, recuerdos que tapan su voz, repeticiones. Deseos que se proyectan sin razón hacia un futuro que el tiempo amontonará para soltar luego en un delay. Silencio: manos. Su mente deja entreverar conclusiones alborotadas, se abandona a una meditación de ojos indefinidamente celestes. Una fuerza superior le dicta qué hacer, pero ella sabe que baja del cielo: que es en la tierra, en la arena, en el mar donde todo se confunde. Un sonido la interrumpe y la convence de que él se ha ido, de que ya parte cargando el aparejo (¿hace segundos, minutos?) y sin embargo su preocupación no se debe más que a la otra partida: la permanente. Sostiene su boca entreabierta y los ojos en vilo para luego, cuando haya un luego, percatarse de que esta noche siembra en la costa una bóveda clara de estrellas. Sabe que esto ocurre todas las noches y sin embargo se niega a aceptar que es una más entre otras. Cuando ubique la luna en el cielo como un clamor, recordará el grano vidrioso de esta playa durante el día, las conchillas y el cuarzo patagónicos blanqueándole los ojos, la espuma de pleamar bajo sus pies.
«—Sí, hay algo raro en el aire. ¿Pasa algo, Horacio?
»—Me está costando dormir. Hace días que no estoy bien.
»—Pero ¿qué sentís?
»—Una inquietud. Deseos de irme, de volver a Bs. As.
»—Es eso: sigue ahí.
»—Creeme que lo intento, Sofía. No es necesario que te diga de nuevo…
»—Sí, es necesario.»
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