- No.
- Yo tampoco puedo dormir.
- ¿Qué te pasa?
- No sé. No puedo dormir.
- ¿Te sientes bien?
- Sí. Me siento bien. No puedo dormir, es todo.
- ¿Quieres charlar un rato? -pregunté.
- Seguro. ¿De qué se puede hablar en este maldito lugar?
- El lugar es bastante bueno -dije yo.
- Seguro -dijo-. Está bien.
- Cuéntame acerca de Chicago -dije.
- Oh -dijo-. Ya se lo conté todo ese día.
- Cuéntame cómo te casaste.
- Ya se lo conté.
- Esa carta que recibiste el lunes, ¿era de ella?
- Sí. Me escribe continuamente. Está ganando dinero allá.
- Vas a tener una casa linda cuando vuelvas.
- Seguro. Lleva bien las cosas. Está ganando un montón de dinero.
- ¿No crees que los despertemos si hablamos? -pregunté.
- No. No pueden oír. De cualquier manera, duermen como cerdos. Yo soy distinto -dijo-. Soy nervioso.
- Habla en voz baja -le dije-. ¿Quieres fumar?
Fumamos en la oscuridad.
- Usted no fuma mucho, signor Tenente.
- No. Estoy fumando menos.
- Bueno -dijo-, no hace bien y supongo que llega un momento en que no se echa de menos. ¿Oyó decir alguna vez que los ciegos no fuman porque no ven el humo?
- No lo creo.
- Yo creo que es mentira -dijo-. Lo oí en alguna parte. Usted sabe las cosas que dicen.
Nos quedamos callados y escuché el ruido de los gusanos de seda.
- ¿Oye esos malditos bichos? -preguntó-. Se los puede oír masticar.
- Es curioso -dije.
- Diga, signor Tenente, ¿hay alguna razón por la que no puede dormir? Nunca lo veo dormir. Desde que estamos aquí no lo he visto dormir ninguna noche.
- No sé, John -dije-. Estuve mal la primavera pasada y a la noche siento molestias.
- Igual que yo -dijo-. No debí haber venido a esta guerra. Soy demasiado nervioso.
- Es posible que mejoremos.
- Diga, signor Tenente, ¿por qué se metió en esta guerra, de cualquier manera?
- No lo sé, John. En ese momento tenía ganas de hacerlo.
- Tenía ganas -dijo-. Esa es una buena razón.
- No deberíamos hablar tan fuerte -dije.
- Duermen como cerdos -dijo-. No entienden inglés, de cualquier modo. No saben nada. ¿Qué va a hacer cuando termine la guerra y vuelva a Estados Unidos?
- Me voy a conseguir un empleo en la redacción de un diario.
- ¿En Chicago?
- Tal vez.
- ¿Ha leído los artículos de ese tipo, Brisbane? Mi mujer los recorta y me los manda.
- Claro que sí.
- ¿Lo conoce personalmente?
- No, pero lo he visto.
- Me gustaría conocer a ese hombre. Es un gran escritor. Mi mujer no sabe leer bien inglés pero recibe el diario, como cuando yo estaba en casa y recorta los artículos de fondo y la página deportiva y me los manda.
- ¿Cómo están las chicas?
- Están bien. Una de las chicas ya está en cuarto grado. Sabe, signor Tenente, si no tuviera hijos no sería su ayudante. Me hubieran destinado al frente.
- Me alegro de que tengas hijos.
- También yo. Son chicas magníficas pero quiero un varón. Tres chicas y ningún varón. Así no vale.
- ¿Por qué no tratas de dormirte?
- No, ahora no puedo dormir. Estoy completamente despierto, signor Tenente. Pero me preocupa que usted no pueda dormir.
- No te aflijas. Ya lo haré.
- Un muchacho joven como usted, sin poder dormir.
- Ya lo haré. Lleva tiempo, eso es todo.
- Tiene que mejorarse. Un hombre no puede continuar si no duerme. ¿Le preocupa algo? ¿Tiene la mente ocupada por algo?
- No. John, creo que no.
- Tiene que casarse, signor Tenente. Entonces no estaría preocupado.
- No sé.
- Tiene que casarse. ¿Por qué no busca una italiana linda, con mucho dinero? Podría conseguirse cualquiera. Es joven y bien parecido y tiene buenas condecoraciones. Lo han herido un par de veces.
- No hablo el idioma lo suficientemente bien.
- Lo habla muy bien. Al diablo con el idioma. No tiene que hablarles. Cásese con una.
- Voy a pensarlo.
- Conoce algunas chicas, ¿no?
- Seguro.
- Muy bien, pues se casa con la que tiene más dinero. Aquí, de la manera en que las educan, todas resultan buenas esposas.
- Lo pensaré.
- No lo piense, signor Tenente. Hágalo.
- Está bien.
- Un hombre tiene que casarse. Nunca se va a arrepentir. Todos los hombres deberían casarse.
- Está bien -dije-. Vamos a tratar de dormir un poco.
- Muy bien, signor Tenente. Lo intentaré. Pero acuérdese de lo que le dije.
- No lo olvidaré -dije-. Ahora durmamos un poco, John.
- Está bien -dijo-. Espero que duerma usted, signor Tenente.
Fragmento de Ahora me acuesto, Ernest Hemingway.
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