Yo, sentada junto a la mesa del salón principal, sobre una silla desvencijada, en el derruido comité central, trato de aprehender esta realidad fugitiva, casi soez: la charla insoportable de las arpías a las que llamo mis compañeras, con el rostro sudado que se refleja en un vidrio y una mosca o dos que alternativamente se gozan o luchan sobre la mesa manoseada. Sentada aquí me esfuerzo por renunciar al pensamiento del amor y siento casi físicamente el rumor de la hoguera en medio de la que sobrevivo. Cuando él pone su mano entre mis muslos adquiero una sensación formidable de vivencia. Vivo entonces si una mano se desliza sobre la piel, sobre la carne, que representa a veces todo lo que somos. Yo quiero hablar de amor; necesito hablar de amor porque mi atmósfera está impregnada de amor y también mis pensamientos y aun el vestido que he traído puesto, los muebles de mi casa y mi cama también, muy especialmente esa cama, donde alguna vez descansaré con él. Por eso, quizá, mientras me llegan como conversaciones telefónicas, inconexas y disparatadas, los fragmentos de discursos, de riñas y exclamaciones de las otras, permanezco en mi silla, renovando el placer de retener mis ojos, como una caricia, sobre el gran retrato; una caricia furtiva tan secreta que el espía más avezado no podría descubrirla. Cada vez que rozo su rostro de papel con mis ojos, que palpo el borde de sus labios con mis pensamientos, adquiero la firme certeza de mi sexo y tomo conciencia del amor en la misma forma en que alguna vez tendré que conformarme con la muerte.»
Marta Lynch, La alfombra roja.
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